Diario de Viaje por Estados Unidos de América. ( 21-09-1990 / 07-10-1990 )

Esta es una de esas asignaturas pendientes que sabes que al final la tienes que superar, por la cuenta que te trae, si quieres quedar en paz contigo mismo. Pero ya no sólo por ti, estas cosas se hacen en realidad como un legado para los que vengan detrás.

Es algo así como cuando empecé mi árbol genealógico. Un trabajo también muy laborioso de investigar el pasado, tu propio pasado, para más tarde los que te sigan sólo tengan que ir haciendo un apunte de vez en cuando.

Aquí no habrá apuntes luego, sino simplemente ganas de leer:

“Lo que escribió mi abuela, cuando viajó a América con mi bisabuelo”.

Han pasado muchos años desde aquél viaje, y lo mejor es que parece que fue ayer mismo; ilusa de mí. Pero bueno, casi es mejor así, porque se ve todo con otra perspectiva, sin los visillos que cuelga el tiempo enturbiándolo todo.

Me ha costado encontrar aquel cuaderno de viaje, pero ha merecido la pena. Estaba metido en una carpetita de aquellas azules, hoy muy descolorida, aunque los elásticos aún aprietan. Dentro, no sólo estaba el cuaderno, también he encontrado todo tipo de notas, recortes, entradas… muchas cosas que tenía hasta olvidadas y que ayudarán a refrescar mi memoria.

También conservo dos álbumes de fotos, seis carretes de los de antes, con muchas cosas curiosas pegadas a él. Lo iré usando como ilustraciones, que el colorido siempre ayuda.

Los distintos capítulos irán con la fecha en que fueron escritos, tal y como está en el cuaderno, y después haré observaciones actuales de cosas que me vaya acordando, a modo de notas numeradas.

Me espera un largo trabajo, que me tomaré con calma, porque lo que me costó escribir algunas de esas páginas, "rota” de cansancio en la habitación de un hotel después de un largo día, valen el esfuerzo de repetirlas. Ahora lo tengo más fácil y cómodo, así que lo empezaré con todos los ánimos que me pueda auto infringir.

Espero que lo disfrutéis, y os sirva de algo, aunque sólo sea para pasar un buen rato de lectura viendo fotos antiguas.


Capítulo 8 (25-09-1990)


El Gran Cañón del Colorado.




La temible mini avioneta que nos llevaría a El Gran Cañón.


No creo que en toda mi vida haya tenido, o tenga en el futuro, un gasto de adrenalina tan grande como el que he tenido hoy.

Salimos a las 11:30 en autocar para el aeropuerto de Las Vegas y allí nos subimos en dos avionetas para tan sólo ocho personas cada una.
Yo iba totalmente aterrorizada, y hasta estuve a punto de renunciar a esta excursión. Menos mal que Héctor me animó a que no me la podía perder, porque como muy bien dice “todos tenemos el destino escrito”.
Así que me atiborré de Valerianas (lo único que tenía, pero cayeron como media docena) y allá que fui. Ahora me alegro muchísimo, porque sin dudas esta experiencia ha merecido la pena; aunque había que tener valor.

Cuando vimos las avionetas eran para echarse a llorar, en la que nos montamos nosotros sobre todo, porque con tan mala suerte, que hasta le chorreaba unas sospechosas manchas sobre las alas.

Pero no sólo era vieja la avioneta, que el piloto le iba haciendo juego. Un americano altísimo de unos ochenta años -habría sido piloto en la Segunda Guerra Mundial por lo menos-, con una lobotomía en el cuello, donde tenía que apretar un botón para poder hablar un idioma que… había que echarle mucha imaginación. Ahora, eso sí, con una sonrisa de oreja a oreja -seguro que al ver las caritas de pánico de más de uno-; se apretó su botón parlanchín y algo dijo. Todos nos miramos preguntándonos con la mirada, por si alguno había pillado lo que nos decía.
Yo aventuré -acertando para mi sorpresa- que quizás preguntaba si alguien quería ocupar el asiento del copiloto. Y ¿cómo no?, a mi padre le faltó tiempo para apuntarse a la doble experiencia. Tampoco es que hubiera más voluntarios. El miedo era generalizado.

Jamás olvidaré ese despegue del aeropuerto de Las Vegas, en aquella avioneta a punto de jubilarse, con dos jubilados “pilotando”. La sensación era de ir subida en una libélula, se te iba la cabeza y el estómago amenazaba con subir más arriba que aquel cacharro.

Pero lo mejor es que no sabía para donde mirar: si miraba a la derecha por la ventanilla, aquel reguero de aceite en el ala… si miraba a la izquierda, la palidez del compañero de viaje… para atrás mejor no hacerlo, porque el olor a vómito nada más salir lo decía todo… y la perspectiva del frente, con aquellas dos cabecitas blancas y los volantes moviéndose solos, con el piloto automático durante una hora de viaje… simplemente para vivirlo y sobre todo para sobrevivirlo.

Las vistas desde el aire han sido espectaculares. Atravesar aquellas gargantas horadadas por el río Colorado durante siglos y siglos, no tiene palabras. Y al llegar allí hemos tenido oportunidad durante todo el día de recrearnos en todo el espectáculo, recorriendo tres miradores al borde de los desfiladeros [1] .

Nos esperaba otro guía de lo más pintoresco también, otro “ladrador del inglés”, y esta vez vestido de cowboy. No era un disfraz, pero como si lo fuera. Se le veía muy afable, pero a este si que se le entendía poco.

Ya por la tarde, después de almorzar [2] y ver el último mirador, nos dijo algo con mucho interés. Yo volví a aventurar al grupo que creía haberle entendido que ¡nos iba a llevar al cine!
Ahí ya algunos perdieron la fe en mí, pero “hombres de poca fe”, acerté de pleno ¡y qué cine! Esto será difícil de explicar, casi tanto como haber entendido al cowboy.

Los asientos estaban en una grada muy empinada, y la pantalla como circular, era la más grande que he visto yo en mi vida [3]. Cuando empezó la proyección, instantáneamente todos nos agarramos a los asientos, porque fue como si nos hubieran metido de repente dentro de las imágenes.

La historia narraba cómo había sido América del Norte desde sus orígenes, 4.000 años atrás, muy interesante, e intensamente vivido con esos medios cinematográficos [4]. Salimos de allí todos muy eufóricos, gratamente complacidos, hasta que nos percatamos que empezaba a oscurecer y teníamos que subirnos en las avionetas de nuevo. Había que volver a la civilización, no había más remedio.

La hora del viaje de vuelta por el cañón fue buena para cerrar los ojos, después de contemplar una maravillosa puesta de sol por el horizonte desde el aire. Y cuando nos íbamos acercándonos a Las Vegas de nuevo… entonces era para abrir los ojos, y bien grandes.

Estaba todo programado, porque las vistas de esta ciudad de noche desde el cielo eran una feria en toda regla. Hasta mi compañera de asiento, una catalana, me dijo: “Esto te recordará a tu Feria de Abril”, a lo que yo le contesté: “Sí, desde la noria, pero a lo bestia”.

Aún quedaba otro broche de oro. Al llegar al aeropuerto nos dieron a cada uno un título acreditativo de las líneas aéreas, donde se certificaba que habíamos hecho el viaje y habíamos sobrevivido a él. Simpático detalle [5] .


El Gran Cañón del Colorado.


Notas en la actualidad:

[1] Eran muy grandes, te cansabas de recorrerlos de punta a punta, todos llenos de balcones para hacer fotos, tiendas con todo tipo de objetos indios para comprar (preciosos los trabajos en plata 925 con turquesas), restaurantes, bares… y puntos donde poder bajar por un estrecho camino, al borde del desfiladero, en una caravana de mulas hasta lo más hondo del cañón. Lástima que no lleváramos tiempo para eso.

[2] Nos llevó a un restaurante gigantesco, era como una gran tienda india con armazón de madera, y mesas con bancos de madera también. Un enorme self-service donde al menos veías antes lo que te ibas a comer.

[3] Dos años más tarde volvería a vivir esa misma experiencia, en el cine del Pabellón de Canadá en la Expo 92 de Sevilla. El cine y la proyección eran igualitos, aunque con otra temática.

[4] Las imágenes en relieve, el sonido “sensurrorum”… hacían como si volaras por las gargantas del cañón y navegaras en balsas por los rápidos del río Colorado. Sentimos vértigo, caímos al vacío, y hasta parecía que nos mojamos con las aguas bravas del río.

[5] En el minibús de vuelta al hotel íbamos todos emocionados. Ninguno habíamos vivido algo ni parecido en toda nuestra vida. Toda una experiencia, fuerte y muy especial. Héctor nos esperaba en el aeropuerto para llevarnos a los distintos hoteles, y su cara lo decía todo al vernos. Le encantaba recibir a los grupos después de este día, porque emanábamos una alegría y euforia muy contagiosa.


Título acreditativo de haber volado por el “Grand Canyon”.


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